La conjura de los necios

Cuando Ignatius J. Reilly, el inefable personaje creado por John Kennedy Tool, comenzó a trabajar en Levi Pants, introdujo en la empresa dos innovaciones organizativas prácticas y eficientes, como él mismo las calificó en su “Diario de un joven trabajador, o adiós a la holganza”, que escribía en un flamante cuaderno Gran Jefe.

La primera innovación fue llegar cada mañana una hora más tarde de lo establecido. En seguida pudo constatar que llegaba a la oficina “más fresco y reposado” y, en consecuencia, mejoraba notablemente la calidad de su trabajo.

La segunda innovación tenía que ver con el sistema de archivo de la empresa y consistía en tirar directamente a la basura todos los documentos pendientes de archivar. Su éxito fue inmediato e inapelable: desaparecieron las montañas de papeles y la mesa de Ignatius estaba siempre como los chorros del oro. Todo el mundo sabe, además, que los archivos de papel son un verdadero peligro en caso de incendio y un nido de insectos y alimañas.

Ignatius fue puesto de patitas en la calle, pero no por las innovaciones mencionadas, con las que el jefe administrativo, el señor González, estaba encantado de la vida, sino porque, espoleado por Mirna Minkof, intentó provocar un movimiento revolucionario entre los obreros de Levy Pants. Pero esto ya es otra historia y no quiero hacerle demasiado spolier si usted decide desempolvar “La conjura de los necios”. Así que volvamos a las innovaciones organizativas de Ignatius.

Bueno, en realidad no quiero hablarle de las innovaciones en sí (que, dicho sea de paso, me parecen maravillosas, sobre todo la segunda), sino de las motivaciones de Ignatius. ¿Qué misteriosa fuerza lo impulsó a tratar de mejorar la organización del trabajo en Levi Pants? La respuesta es el efecto que Bian J. Robertson denomina “tensión” en su recomendable libro “Holacracia: el nuevo sistema organizativo para un mundo en continuo cambio”, y yo, por no ser tan escueto, llamo “tensión laboral”. Y antes de decirle lo que es, le confieso que yo la sufro continuamente. Ya me contará si a usted le pasa lo que a mí.

La tensión laboral sería “adquirir conciencia de la diferencia entre la realidad actual de una organización y las posibilidades percibidas”, es decir, entre cómo son las cosas y cómo podrían ser.

Para Robertson, la tensión laboral no es un problema, sino una oportunidad, porque genera en el individuo una energía (de ahí su nombre) que, si es adecuadamente canalizada, puede convertirse en una poderosa fuerza para el cambio organizativo. Conviene aclarar que no se trata de creernos más listos que los demás o que las cosas tengan que hacerse siempre a nuestra manera, sino de no desperdiciar las diferentes formas de pensar de las personas, que son el activo más valioso de las organizaciones. Aquí estoy de acuerdo con Robertson y añado que si no creemos de verdad en esto, acabaremos siendo sustituidos por algoritmos (de unas pocas líneas, no piense que hace falta demasiado código para automatizar muchas de las tareas que realizamos usted o yo).

Para mí, sin embargo, la tensión laboral es un problemón irresoluble, sobre todo en el caso de nuestras Administraciones Públicas. Se trata de organizaciones decimonónicas (reflexione un minuto antes de llamarme exagerado), donde la tensión laboral no se gestiona por criterios organizativos objetivos o no se gestiona en absoluto. El resultado es una frustración que no tiene otra válvula de escape que la crítica destructiva o, en el mejor de los casos, la apatía. Quema a las personas y daña irreversiblemente la cultura corporativa: desaparece la empatía por la ciudadanía y convierte a las Administraciones en organizaciones zombi.

Ya le hablaré sobre la holacracia, u holocracia, de Robertson en una próxima ocasión, aunque solo sea a modo de utópica inspiración. Ahora, por rematar la faena, me gustaría contarle las razones de mi fatalismo.

Estoy seguro de que usted conoce el concepto de sistema operativo de un ordenador: el programa que gestiona los recursos hardware (procesador, memoria, almacenamiento…) y los hace disponibles para las aplicaciones de usuario, garantizando que todo el sistema funciona de forma armoniosa y eficiente. A los usuarios de a pie no suele interesarnos demasiado el sistema operativo… hasta que las aplicaciones dejan de funcionar. Me pasó con el iPad 2 que compré en 2011: un dispositivo excelente que sigue funcionando tan bien como el primer día, pero cuyo sistema operativo ya no puede actualizarse. Se ha vuelto tan inútil como las teles de attrezzo de las tiendas de muebles.

La normativa, la estructura, la organización interna y los procesos básicos que rigen el funcionamiento de una Administración Pública pueden verse como su “sistema operativo”, sobre el que, si todo marcha como es debido, debe ejecutarse el conjunto de “aplicaciones” en las que se materializa cada una de sus competencias y los servicios que se ofrecen a la ciudadanía. ¿A que ya pilla por dónde voy?

Está genial promover la mejora y la innovación en las aplicaciones (servicios telemáticos para la ciudadanía, laboratorios de innovación pública, acciones de gobierno abierto y todo lo que a usted se le ocurra). Pero esas aplicaciones se estarán ejecutando sobre un sistema operativo obsoleto, así que ninguna de ellas podrá funcionar realmente bien ni, mucho menos, hacer evolucionar la organización. Simplemente porque el sistema operativo no lo permite. Podemos darle las vueltas que usted quiera, pero la única solución sería actualizarlo. Y ahí te quiero ver. Con la iglesia hemos dado, Sancho.

Si Levi Pants hubiera funcionado con nuestra versión de sistema operativo, Ignatius hubiera escuchado un condescendiente “me parece bien, pero prefiero hacerlo así”, un tajante “ahora no toca”, un demoledor “no te pagan por pensar” o, tal vez, un cínico “la ley no lo permite”. Aunque, eso sí, no lo hubieran despedido ni armando la de Dios es Cristo.

El libro se hubiera titulado igual.

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